Deir el-Medina. Imperio Nuevo, Egipto.
Deir el-Medina, poblado de constructores y decoradores de las tumbas reales del Imperio Nuevo de Egipto. Llamado en la antigüedad Set Maat, “el lugar de la verdad” o Pa-Demi, “el pueblo”, se construyó sobre el lecho de un Uadi[1] en un pequeño valle entre las montañas tebanas y las colinas de Qurnet Mura.
Aislado y desértico, a media hora a pie del enclave elegido por los reyes tebanos de las dinastías XVIII, XIX y XX para construir sus hipogeos. Este pueblo fue fundado por Tutmosis I (dinastía XVIII), obsesionado por construir su tumba alejada de los saqueos y profanaciones que sus antepasados habían sufrido con demasiada frecuencia en unos complejos funerarios ostentosos, que incitaban a la codicia de los ladrones.
Allí, con la agrupación de obreros y artesanos en un mismo poblado, lograría organizar de manera óptima la fuerza laboral para realizar sus proyectos y al mismo tiempo, al estar incomunicados y vigilados preservaría el secreto sobre la ubicación de su última morada. Para ello dispuso una superficie rectangular (unos 7500m2 en su máxima extensión) dividida por una calle principal con orientación norte-sur y dos calles secundarias. Las viviendas, 48 en el lado oriental y 26 en el occidental, estaban construidas unas junto a otras, compartiendo muros y adosadas por su parte trasera a una muralla que rodeaba el poblado. La muralla tenía dos puertas, una al norte y otra al oeste, cerradas y vigiladas por la noche para la seguridad de sus ocupantes.
Cada casa tenía tres o cuatro habitaciones con acceso a una terraza y una pequeña bodega o despensa excavada. Utilizaron piedra para el pavimento, adobes para los muros y trocos de palmera o acacia cubiertos con ramas y arcilla para las cubiertas. Varios santuarios y capillas se ubicaban en distintos sectores del pueblo.
A partir del siglo XX, distintos equipos excavaron sistemáticamente la zona, grandes especialistas como E. Schiaparelli, Georg Möler, Emile Baraize o Bernard Bruyère sacaron a la luz aspectos de su vida cotidiana, ritos, costumbres, pensamientos, archivos, textos sagrados…
Un antiguo pozo de agua inacabado y utilizado como vertedero se convirtió en una fuente inagotable de información. En su interior más de 5000 ostracas[2] abrieron una ventana desde donde poder contemplar y sentir el pálpito de aquellos antiguos egipcios en el esplendor del Imperio Nuevo. Estas ostracas nos cuentan que sus pobladores fueron personas libres, bien pagadas y alimentadas, que dependían directamente del Faraón y de su Visir, que picapedreros, albañiles, carpinteros, escultores o pintores, se organizaban de forma jerárquica dividiéndose en dos cuadrillas dirigidas por capataces. Un escriba de la tumba registraba los progresos de la obra, las ausencias de obreros por enfermedad, accidente o una buena resaca. También se ocupaba del pago de los salarios y del reparto de herramientas y materiales. Su Visir era supervisor y juez y tuvo que mediar en tiempos de Tumosis III cuando el poblado se declaró en huelga por no recibir sus salarios.
Con la muerte de Ramsés XI (1069 a.C.) y su decisión de enterrarse en Menfis, Set Maat perdió su razón de ser y con su desmantelamiento cayó en siglos de olvido.
[1] Lecho de un río seco en el desierto.
[2] Fragmentos de piedras caliza o cerámica usados como soporte para dibujar o escribir.
Reconstrucción de la Vía Procesional y la Puerta de Isthar, Babilonia.
575 a.C. Arte Neobabilónico. Museo de Pérgamo, Berlín.
Durante el reinado de Nabuconodosor II, Babilonia se erigió como capital de la Antigua Mesopotamia. A la imponente ciudad, rodeada por una doble y en algunos tramos triple muralla, se accedía por ocho puertas monumentales, dedicadas a diferentes deidades y desembocando en sendas avenidas.
La más importante y situada al norte era la Puerta de Isthar, que daba acceso a la Vía de las Procesiones, una amplia avenida de 900 metros de longitud y 20 metros de anchura, pavimentada de piedra caliza y provista de anchas aceras. Esta arteria, que atravesaba la ciudad, discurría junto al templo del Año Nuevo, el gran Zigurat o el palacio del rey; el conjunto tenía un claro significado del poder político y religioso.
Flanqueada por anchos muros decorados con frisos de ladrillos vidriados y leones en relieve simbolizando a la diosa Isthar, alcanzó una alta expresión artística. Se construyó con técnicas heredadas de la tradición mesopotámica, del arte sumerio y acadio: el trabajo del modelado en arcilla y su vidriado cerámico.
La puerta, con una altura de 14 metros y 10 metros de anchura constaba de tres cuerpos, dos laterales de forma cuadrangular, que se adelantaban al cuerpo central cuya puerta se situaba bajo una bóveda de cañón. Todos los cuerpos estaban coronados por almenas y en su construcción se empleó adobe, revistiendo el exterior con ladrillos de cerámica vidriada. Destacaba el fondo de un intenso color azul sobre relieves de tonos dorados, blancos y negros que representaban toros, cabras y seres fantásticos, la viva imagen de los dioses Adad y Marduk.
Los animales, dispuestos de perfil y con dos de sus patas adelantadas, irradiaban poder y movimiento; modelados con gran realismo y dominio de la anatomía. Estas decoraciones formaban una combinación de impresionante belleza, grandiosidad y naturalismo. Se completaba con frisos en las zonas superior e inferior con motivos florales y geométricos. De esta forma, el conjunto arquitectónico cumplía funciones prácticas de protección y defensa, así como estéticas y de carácter simbólico y religioso.
Nabuconodosor II impulsó la actividad económica de la ciudad, fortificándola y embelleciéndola hasta convertirla en una de las maravillas del mundo antiguo. Babilonia nunca pasó inadvertida, los numerosos viajeros que la visitaron hablaron de su belleza y grandiosidad, quedando en la nebulosa de la leyenda sus míticos Jardines Colgantes o la bíblica y castigada Torre de Babel.
A principios del siglo XX, las campañas arqueológicas dirigidas por el alemán Robert Koldewey, pusieron al descubierto los restos de la muralla babilónica y la Puerta de Isthar. Para ello tuvo que remover ingentes cantidades de tierra que cubrían la zona. Durante casi 20 años, extrajo cuidadosamente los preciosos ladrillos vidriados con la idea de trasladarlos a Berlín para su restauración y posterior exposición al público.
Desde 1930, la reconstruida Puerta de Isthar puede contemplarse en el museo de Pérgamo, Berlín. Un conjunto que sigue suscitando admiración y asombro después de casi 2600 años de su construcción.